domingo, 28 de septiembre de 2008

Tlatelolco, día 1

No sé a ustedes, pero a mí Tlatelolco, el 2 de octubre, todavía me duele. Más o menos fui testigo del 68. Más o menos. Testigo lejano, no muy bien informado, parcial, pero testigo al fin. No lo viví cabalmente, sólo lo vi pasar a mi lado.
Me duele porque los muertos duelen. Y duelen más cuando son muertos inocentes. Más cuando son muertos jóvenes. Mucho más cuando las muertes de esos jóvenes inocentes obedecieron a un sinsentido del poder, a la vil paranoia de un bruto cerril, al juego perverso de la política pueblerina que se creyó importante y arriesgada.
Y el 68 me duele por partida doble porque estuve ahí sin estar cabalmente. Estuve hasta donde podía estar un niño de diez años, medianamente informado pero que, sin embargo, se emocionaba más con la televisión que con las marchas estudiantiles.
Por eso siempre he querido apropiármelo. Pero siempre me ha quedado lejos.
Por supuesto que he leído todo lo que se ha publicado (o casi) sobre el movimiento estudiantil de 1968. También he hablado largo y tendido con muchos participantes del movimiento, con algunos sobrevivientes de la matanza, y sigo sin entender. Ninguna explicación me satisface. Nada puede decirme por qué los mataron.

***
Día 1
Hace casi cuarenta años, el lunes 22 de julio de 1968, empezó todo. Un hecho intrascendente se concatenó con otros no tan intrascendentes hasta acabar, poco más de dos meses después, en la matanza de Tlatelolco.
En la mañana de ese lunes 22 de julio, después de un partido callejero de futbol, alumnos de la prepa particular Isaac Ochoterena protagonizaron una pelea contra estudiantes de las Vocacionales 2 y 5 del IPN. La pelea (campal, se le decía entonces a esas broncas callejeras monumentales) tuvo lugar en la Ciudadela, donde se había celebrado la cascarita.
Pleitos como ese no eran infrecuentes.
Aunque la Ochoterena no era propiamente una escuela de la UNAM, sí estaba incorporada a ésta; y durante muchos años se había alimentado un odio artificial entre politécnicos y pumas. Así que la bronca de ese día fue un pleito callejero más entre universitarios y burros blancos.
La Isaac Ochoterena llevó la peor parte. Los alumnos de esa escuela, vapuleados, se refugiaron en su plantel (en la colonia Juárez, en Lucerna, entre Bucareli y Abraham González, a una calle de la Secretaría de Gobernación), que fue apedreado (y resultó muy dañado) por los politécnicos.
Y las cosas debieron quedar ahí… pero no.
En su Postdata (Obras completas, Tomo 8, México, FCE, 1993, p. 278). Octavio Paz escribió: “El movimiento estudiantil se inició como una querella callejera entre bandas rivales de adolescentes. La brutalidad policiaca unió a los muchachos. Después, a medida que aumentaban los rigores de la represión y crecía la hostilidad de la prensa, la radio y la televisión, en su casi totalidad entregadas al gobierno, el movimiento se robusteció, se extendió y adquirió conciencia de sí… Los estudiantes eran los voceros del pueblo… de la conciencia general”.

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